La teoría de la democracia
deliberativa de Habermas
20
años después
Entre la ira
y la apatía ciudadana
Julio De Zan
CONICET
Argentina
- El esquema de análisis
20 años
después de la publicación de Facticidad y
Validez, me parece oportuno revisar la concepción de la legitimación
democrática de Habermas en confrontación con la propuesta de su antiguo
asistente en Frankfurt, Axel Honneth en su libro: El derecho de la libertad. Esbozo de una eticidad democrática, que
acaba de aparecer traducido en Bs. As. 2014.
En su análisis
de la realidad social y política reemplazó Habermas la
dicotomía moderna de: Estado-sociedad civil, que el liberalismo comparte con
Hegel (aunque sus valoraciones de estos términos, y la manera de concebir sus
relaciones sean profundamente diferentes). Marx hizo de esta categoría
hegeliana de la sociedad civil burguesa (bürgerlische Gesellschaft) una de sus categorías centrales de
análisis[1]. Pero,
como observa Habermas, la interpretó reductivamente en el sentido de la
economía capitalista organizada a través de los mercados de trabajo, de capital
y de bienes[2]. Para el marxismo-leninismo la
sociedad civil formaba la infraestructura de un único sistema
económico-social y jurídico-político. Por eso, cuando Antonio Gramsci quiso
repensar el papel activo de los sujetos sociales en la política y en la
historia y la incidencia significativa del pensamiento, de la cultura y de los
intelectuales para construir su concepto de hegemonía, tuvo que volver a la
fuente hegeliana del concepto de la sociedad civil, en la cual jugaba un papel
fundamental el momento ético de la integración social y el mundo de la cultura,
etc.[3].
Este concepto hegeliano, en su relectura gramsciana, es el que está en el
trasfondo de la rehabilitación de la categoría de la sociedad civil en Habermas
y otros autores que han juzgado equivocado y muy empobrecedor el concepto de
los espacios de la sociedad como a-políticos, o como la esfera de lo meramente
privado, y no consideran aceptable su identificación con el mercado.
Dada además la expansión multinacional de
las empresas industriales y la globalización de los mercados en la época actual
se considera que la economía se ha independizado y no puede ya ser regulada por
los Estado nacionales, sino que se rige por su propia ley y tiene de rehén a la
sociedad civil. Por eso introduce Habermas un nuevo esquema de análisis tricotómico,
compuesto de dos términos de funcionamiento sistémico: (1) el sistema
político jurídico del Estado y (2) el sistema económico financiero del
Mercado; mientras que el tercer término, (3) el mundo de la vida social y
cultural de la sociedad civil,
forma el entorno
en el cual funcionan los dos sistemas mencionados, pero permanece
exterior a ellos, a su racionalidad sistémica, o estratégica, y no se rige en
principio por las lógicas del poder y el dinero. Aunque puede ser colonizado
por esas lógicas, no puede estructurarse como sistema, ni admite en su conjunto
una institucionalidad formal, que sería como un estado dentro del Estado[4].
El análisis de las modernas sociedades
complejas tiene que trabajar según Habermas con categorías tomadas de dos tipos
de teorías diferentes: la teoría de la acción social y la teoría de sistemas.
La sociedad civil es el espacio de la
formación de los nuevos sujetos de lo político que vienen a llenar el lugar
vacío de la referencia de las categorías políticas de la modernidad. En lugar
de la representación de un sujeto colectivo homogéneo en gran formato que
encubre las diferencias y las contradicciones, se presta especial atención a
otro tipo de categorías más abiertas, dinámicas, múltiples y fluidas, que se
despliegan en la sociedad civil, o mejor dicho, que despliegan los espacios
públicos (en plural) constitutivos del mundo de la vida social y de
la acción política ciudadana. Lo público no es sinónimo de lo estatal, y la
dinámica de lo político no está concentrada en el Estado. El concepto de la
sociedad civil en la teoría política y en el mundo actual representa un
conjunto complejo de múltiples comunidades y asociaciones diversas, que quieren
permanecer diferentes y autónomas, es decir, que son exteriores al sistema
jurídico-político del Estado y al sistema económico del Mercado, y no se rigen
por ninguna otra lógica sistémica, sino por sus propios valores, intereses y
necesidades, o por su ethos particular. Los agrupamientos plurales de la
sociedad civil no tienen como fin ni el acceso al poder administrativo del
Estado ni la acumulación de capital, sino el ejercicio del poder comunicativo
que les es propio. Este tercer dominio intermedio, o central, en el que
se interconectan lo privado y lo público, está formado por el entramado de los
espacios de la vida privada de los individuos, de las familias, y otros
agrupamientos, con los espacios públicos de las iniciativas y los movimientos sociales,
las ONG y las diversas comunidades culturales, académicas, ético-religiosas,
voluntariados y otras asociaciones sin fines de lucro, etc., que se forman para
la promoción o la defensa de determinados intereses, derechos, proyectos o
valores.
En cuanto
al sistema jurídico-político y al sistema
económico-financiero, o el
Estado y el Mercado, son considerados en mi lectura de Habermas como
totalidades complejas de funcionamiento sistémico, conforme a una
racionalidad funcional que no puede comprenderse en términos de teoría de la
acción, y en cuyos ámbitos parece inapropiado hablar de “sujetos sociales”, y
de subjetividad en general. Si bien se trata de dos sistemas diferentes, cada
uno de los cuales se mueve con su propia lógica, no son totalidades cerradas,
sino interconectadas, que se influyen recíprocamente de diferentes maneras.
En su libro Das Recht der Freiheit (Suhrkamp, Frankfurt 2011)[5] presenta Honneth una sistematización diferente, que
se propone actualizar el modelo de la Filosofía
del Derecho de Hegel, tanto en su procedimiento de análisis como en los
pasos que sigue en el proceso de su reconstrucción sistemática (9-10). La
última parte del libro sobre “Las instituciones de la libertad” tiene tres
capítulos que se corresponden con las divisiones de la “Eticidad” en la Filosofía del derecho de Hegel. El
primero que en Hegel estaba dedicado a “La familia” se titula ahora en Honneth:
“El nosotros de las relaciones personales”. El segundo, que era el lugar de la
sociedad civil hegeliana, se denomina: “El nosotros de la acción de la economía
de mercado”, con lo cual retrocede el autor al reduccionismo marxista de lo
social. Ya para Hegel además la
economía moderna tenía un funcionamiento sistémico y no es adecuado por lo
tanto hablar de un “nosotros” como sujeto de la dinámica del mercado.
Al llegar al
final de su libro reconoce Honneth que ya no puede seguir a Hegel para un
tratamiento actualizado de la institucionalidad política del Estado porque no
encuentra en la Filosofía del Derecho, como
es lógico, las mediaciones de la formación democrática de la voluntad
general a partir de las relaciones horizontales entre los ciudadanos. El espacio
intermedio entre las libertades individuales y la construcción del poder
democrático en el estado de derecho es según la teoría de la democracia
deliberativa el lugar decisivo del discurso político de los ciudadanos en la
sociedad civil. Honneth sigue a Habermas en la reconstrucción de los principios
del estado de derecho, pero deja de lado la comprensión de los espacios
públicos de la sociedad civil que era fundamental en su maestro. Esta decisión resulta
sorprendente además en un planteamiento que se propone actualizar los puntos de
vista de Hegel.
- Los
relatos de la hermenéutica de la sociedad civil
Axel Honneth (Op. cit. 374 ss) pone de relieve la coincidencia sustancial de los
análisis de lo público hechos en los años cincuenta por Hannah Arendt[6]
y por Jürgen Habermas[7].
Pero observa que hacia fines de siglo la idea de lo público de H. Arendt, inspirada
en el modelo de la antigua polis, tuvo mayor impacto en la cultura política que
la de Habermas “fundida finalmente con el concepto más bien difuso de sociedad civil” (2014 392-93). Consecuentemente
con esta valoración adopta Honneth la terminología Arendtiana de “la vida
pública”. Quiero discutir ahora el relato de este autor sobre la teoría
política de la sociedad civil y su papel en las últimas décadas.
“La fe excesiva en la vitalidad y la fuerza innovadora
de las asociaciones civiles voluntarias y los foros ciudadanos más o menos
organizados… llevó a que en el curso de los años 90, a la luz de algunos
diagnósticos desengañados, los inflamados debates acerca de la sociedad civil
se apagaran tan rápidamente como se habían encendido en la década anterior… Los
cambios revolucionarios en Europa Central y Oriental (la caída del muro de
Berlín y el derrumbe de los Estados del socialismo real) producidos a partir de
la resistencia de los movimientos de los derechos civiles que operaban
pacíficamente llevó al establecimiento de las condiciones formales y de los
mecanismos de las democracias representativas. Pero en el nuevo contexto
aquellas asociaciones y movimientos que antes habían formado opinión e
influyeron en la caída del régimen anterior perdieron velozmente su papel central”
(392-93).
Al
debilitamiento de los movimientos ciudadanos del Este europeo en el contexto del
reacomodamiento de estas sociedades al funcionamiento de la economía
capitalista, se suma por otro lado la creciente privatización de los ciudadanos
en las democracias liberales del mundo occidental, con la retracción del
compromiso público de los individuos y el debilitamiento de las asociaciones
voluntarias de acción social. Honneth (2014 394) concluye así su relato de esta
historia: “La fuerza sugestiva de estas dos fotografías [del Este y del
Occidente europeo] era suficiente, para acabar en poco tiempo con todas las
esperanzas surgidas en la década de 1980 respecto de la existencia de una
sociedad civil con capacidad de resistencia y permanente vitalidad”.
Hay
alguna literatura sobre la sociedad civil bajo la impresión de la caída del
muro de Berlín (1989), que aparece hoy por cierto como ilusoria. Pero los
estudios más medulosos, significativos y realistas de la teoría política sobre el
tema no son de los años 80, sino de la década del 90, como el trabajo de
Habermas “Sobre el papel de la sociedad civil y de la opinión pública política”
(Facticidad y valides 1992/94 cap.
VIII), y la gran obra sistemática de Cohen y Arato, que es del mismo año[8].
En estos textos puede leerse ya la crítica de las representaciones de la
sociedad civil como una cosa sólida, unificada y capaz de enfrentar, o
reemplazar a las instituciones del Estado moderno. La caída del muro y de los
Estados del socialismo real fue un acontecimiento excepcional, una revolución
irrepetible como tal. Pero como escribe Kant sobre la Revolución Francesa, “su
significado permanecerá siempre en la memoria de los pueblos”. Así permanecerá
también el poder real de los movimientos civiles que se ha revelado a fines del
siglo XX en sus luchas por la libertad[9].
La historia
latinoamericana de la sociedad civil en las últimas décadas tiene algún
paralelismo con el relato de la historia europea pero es diferente. El fin de
las dictaduras militares en los años 80 fue también, como la caída
del muro y de los Estados del socialismo real, resultado de los movimientos
sociales, de la lucha de las organizaciones civiles por los derechos y del
poder destituyente de la opinión pública. De manera también semejante, poco después, la estabilización de las
instituciones de la democracia representativa o delegativa y los avances
económicos del neoliberalismo de los 90 desactivaron en parte los movimientos y
las organizaciones sociales. Pero en Argentina la frustración de las ilusiones
de la democracia recuperada, la falta de respuesta del Estado a las demandas
sociales y la corrupción de la administración estatal produjeron un progresivo desencanto
con la política y “el retorno de la sociedad civil” que se potenció con la
recepción de los nuevos puntos de vista políticos sobre la significación de
este espacio. La gran crisis del 2001 provocó en nuestro país un levantamiento
general de la sociedad civil y una cierta convergencia de los piqueteros con
las caceroleras de la clase media que, al grito: “que se vaya todos!” pusieron en
fuga al gobierno impotente de Fernando De la Rua. Los gobiernos posteriores encubrieron
su temor con el lema de no criminalizar la protesta social. No reprimieron los
movimientos de fuerza, cortes de calles o de rutas y tomas de predios o
edificios, etc. negociando con diferentes ofertas los reclamos planteados en
cada caso; cooptaron luego algunas de estas organizaciones mediante planes
sistemáticos de ayuda social, mientras dejaban que otras iniciativas se fueran
desgastando con el tiempo. De esta manera se logró reconstruir el poder estatal
y recuperar la normalidad de la vida social. En los comienzos del siglo XXI el
Estado y la clase política volvieron a ocupar el centro de la escena y las
movilizaciones sociales, algunas muy potentes, fueron más esporádicas.
Las
políticas progresistas y la bonanza de la economía contribuyeron al éxito de un
discurso de autoelogio de los gobiernos y del Estado como agentes que por naturaleza encarnan el interés común,
mientras que la sociedad civil era desacreditada como el lugar de las
corporaciones y de los intereses privados de los enemigos del pueblo. Finalmente,
en el curso de esta segunda década del siglo XXI aquel discurso ha perdido
credibilidad y el rebrote de la ideología estatista parece agotado y en crisis.
Ahora ingresamos en un nuevo período de normalidad, sin claras hegemonías
políticas, en el que los partidos tendrán que negociar entre ellos y con la
sociedad civil para obtener gobernabilidad.
En el
contexto de la normalidad del estado
derecho de la democracia representativa la apatía ciudadana parece la posición
natural porque la clase política monopoliza el espacio público y el ciudadano
común queda reducido a la vida privada. Como observaba Habermas en los años 90,
incluso en las democracias consolidadas las instituciones de la libertad
aparecen debilitadas. Nuestro autor trabajaba con la sospecha de que el malestar en la democracia se explica
porque el tipo de “legitimación legal racional”, en el lenguaje de M. Weber, obtiene
una cuota de legitimidad cada vez más escasa y deficitaria. La maduración de la
conciencia de autonomía de los ciudadanos como sujetos de la soberanía política
ha disuelto la antigua solidez de los fundamentos de la autoridad en las
democracias representativas que solamente puede apelar al respaldo formal del derecho
positivo. El “Prefacio” de Facticidad y
validez expresa la sospecha de que “bajo el signo de una política
enteramente desacralizada, el estado de derecho ya no se sostiene ni puede
mantenerse sin una base de democracia radical”, y agrega que: “hacer de esa
sospecha una comprensión es el objetivo de toda su investigación en este libro”
(13/61). Las sospechas del Habermas de los 90 se han hecho hoy palmaria realidad.
La teoría discursiva no comprende el poder político
como algo dado y consolidado en la institucionalidad jurídica, sino como una
fuerza ilocucionaria de potencia variable que fluye de la acción comunicativa
articulada mediante los discursos políticos de los ciudadanos en espacios
públicos autónomos. “La formación discursiva de la opinión y de la voluntad
general no se construye originariamente en los parlamentos”. Se trasmiten a los
órganos institucionales de la legislación y de la aplicación de las leyes a
partir de los espacios públicos de la
sociedad movilizados cultural y políticamente. Esta idea del estado de derecho “sólo
puede desarrollarse en un modelo intersubjetivo de pensamiento y de
comunicación que se contrapone a las concepciones concretistas del pueblo como
si fuera una entidad sustantiva” o un sujeto unitario. La representación
popular no puede entenderse mediante un modelo jurídico, sino “en términos más
bien estructurales” o sistémicos
(Ibíd.). La soberanía no es algo sólido que pasa de mano en mano y se
transfiere a los representantes del pueblo votados por la mayoría. Habermas
habla incluso de una Soberanía
comunicativa que se ha hecho líquida (kommunikativ
verflüssigte Souveranität) y que surge en los espacios públicos del discurso
político de la sociedad. La propia razón pública se ha procedimentalizado y desustantivado como racionalidad comunicativa.
Esta soberanía de la racionalidad comunicativa
no reconoce ningún
consenso como libre de coacción y generador por lo tanto de una fuerza
[ilocucionaria] legitimadora, si no se ha puesto en juego bajo reservas
falibilistas y no se apoya como fundamento en libertades comunicativas que
juegan de modo anárquico, liberadas de todo tipo de restricciones. En el
torbellino de esa libertad no queda ya ningún punto fijo inconmovible fuera del
propio procedimiento democrático, un procedimiento cuyo sentido está [por
cierto] establecido ya en el sistema de los derechos (228-229/254-255).
- El modelo político de Habermas
Parece que la normalidad del funcionamiento del estado
de derecho sin interrupciones por un largo período de tiempo, como ocurre en
algunos países, produce el oscurecimiento o el olvido de la gramática profunda
del estado de derecho democrático, sin la cual no se comprende su legitimidad y
no se sostiene su poder real. Esa gramática es el trasfondo anárquico de la
democracia radical que aflora en el texto de Habermas y se mantiene todavía en
Honneth cuando escribe que “el resultado de la construcción de la opinión y la
voluntad públicas no representa algo que deba [o pueda] ser realizado de manera
puramente lineal por las instancias estatales”
Habría que decir más bien que la voluntad general se construye de manera
espontánea, por fuera de dichas instancias estatales, aunque deba luego
ingresar en los cauces jurídicos y someterse a sus reglas procedimentales para
su validación formal y legal. La democracia deliberativa reconstruye
precisamente los presupuestos de la legitimidad democrática olvidados en las
prácticas habituales naturalizadas de las democracias existentes.
Bajo el
requisito de una vida pública que pueda funcionar bien en serio y que satisfaga
sus propias exigencias normativas, se deben construir consensos que puedan ser
siempre revisados… como programas de investigación permanentes (en el lenguaje
de Durheim y de Dewy) o como discursos prácticos en el sentido de Habermas,
cuyas indicaciones orientativas sean luego transformadas en decisiones
vinculantes por los órganos legislativos políticamente competentes… Mientras
las investigaciones y deliberaciones mencionadas no tengan lugar bajo los
requisitos de una participación con igualdad de derechos, con información
suficiente y con la mayor libertad posible para todos los implicados, toda
decisión tomada en nombre del pueblo en los Estados modernos estará sometida a
la enorme objeción de no contar con la suficiente legitimidad democrática –así
lo creen tanto Durkheim y Dewy como Habermas. A partir de esta inversión de la
relación lógica de justificación y dependencia, no es el Estado el que
justifica o legitima y mucho menos el que crea la vida pública, sino que es
esta la que crea y legitima al Estado” (407).
Según nuestra interpretación la inversión de la relaciones
entre la vida pública en la sociedad civil y el Estado no es un acontecimiento
que se produce ahora, en el nivel ontológico, sino en el nivel epistémico, como
consecuencia del redescubrimiento del sentido de lo político y de la prioridad
de este concepto con respecto a lo jurídico y lo estatal. “Desde Aristóteles el
sentido de lo político se define con independencia de la constitución del
Estado”[10].
Es bien conocido el enunciado de Carl Schmitt que dice: “El concepto del Estado
presupone el concepto de lo político”[11]
Esta idea fundamental, que ha clarificado de nuevo H. Arendt, se expresa en
Habermas de otra manera: como la prioridad del poder comunicativo sobre el
poder administrativo de Estado, y la relación fundante o constituyente del
primero con respecto al segundo. El objetivo de toda la reconstrucción del derecho
es:
“fundamentar,
desde el punto de vista de la teoría del discurso, los principios a los que
tiene que estar sujeta la organización y el funcionamiento del poder público
articulada en términos de estado de derecho, en el cual el poder político y el
derecho se constituyen recíprocamente… de ahí que el derecho no sólo sea
elemento constitutivo del ‘código’ ‘poder’ que gobierna los procesos
administrativos, sino que constituye a la vez el medio para la transformación
del poder comunicativo en administrativo” (Habermas 1992 237).
“En las discusiones de los siglos XIX y XX
acerca del estado de derecho se le confirieron diversas interpretaciones al principio
[de la legitimación democrática] mediante el recurso a la voluntad pública”
(Honneth 2014, 406). Las concepciones políticas estándar sobre esta cuestión
clave de toda la filosofía política moderna después de la Revolución francesa,
pueden agruparse (con sus diversos matices) en dos tipos: algunas de ellas se
orientan en la línea del republicanismo, o de la democracia plesbiscitaria marcada
por Rousseau, y otras en la línea de la doctrina del liberalismo clásico sobre
la función representativa de los cuerpos legislativos.
“En la
tradición que nos orienta aquí –escribe Honneth (loc. cit) lo que se pone en práctica en las decisiones democráticas
de los órganos estatales previstos para ello es el resultado de la acción
comunicativa de ciudadanos libres en la sociedad. Desde Durkheim y Dewey hasta
Habermas la relación del Estado con la vida pública fue concebida según otro
modelo que no es ni plesbiscitario ni representativo”.
En otros términos: están por un lado el
presidencialismo y los liderazgos carismáticos, y por otro el modelo del
parlamentarismo, o de la partidocracia liberal. El primero ha sido considerado
más exitoso en AL, pero la concentración del poder deriva hacia el
autoritarismo antidemocrático. Desde otro punto de vista puede decirse que
estos dos modelos fundamentalmente coinciden porque en ambos la soberanía
popular ha quedado absorbida o alienada en el Estado. En el primer caso el
poder está concentrado en la cabeza del ejecutivo y en el otro ha emigrado a la
corporación legislativa. Este modelo es el que ha consagrado la constitución
argentina de 1853 cuando reza: “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través
de sus representantes”. Política deliberativa es democratización del poder,
pero no debilitamiento sino mayor fortaleza que la del poder concentrado. La
democracia deliberativa muestra que, independientemente de la letra de las constituciones
la fuente del poder político real está fuera del Estado, y es anterior a la
institucionalidad.
Este tercer modelo comprende la vida pública política y la
formación de la voluntad general como un proceso social dinámico que es
exterior al sistema jurídico y no se trasmite de manera lineal a las instancias
estatales ni se delega en los partidos o en la corporación de los
representantes. La voluntad pública tampoco toma por sí misma las decisiones
colectivas ni reemplaza a los poderes del Estado, como en una democracia
directa, porque la resultante de la red de los discursos y negociaciones
articulados en el proceso de la producción de la voluntad general tiene que
institucionalizarse conforme al derecho.
La democracia deliberativa
no se corresponde con ningún Estado real existente, porque esta no es una
teoría meramente empírico-descriptiva, sino la reconstrucción racional de los
presupuestos normativos de la legitimación democrática del poder político[12]
La formulación teórica de este concepto deliberativo de la democracia ha sido
calificada de utópica o anarquista, y no sin algo de razón, como se ha visto.
Pero sin embargo es a estas presuposiciones normativas a las que tiene que apelar
implícita o explícitamente el control de constitucionalidad del Tribunal
Supremo. Y si el poder político o el legislativo rechazaran públicamente esos
presupuestos normativos porque consideran que limitan el poder político del
gobierno o del Estado, estarían socavando con ello su propia legitimidad y
producirían el efecto contrario al que buscaban.
Resumen
La
formulación del tema de este Coloquio me parece bien expresiva de sentimientos
políticos que según algunos analistas aparecen como predominantes hoy en
América Latina y especialmente en Argentina. Pero entre la ira y la apatía no
hay espacio para el diálogo, porque la ira es la puerta abierta para la
violencia y la apatía no es compatible con el esfuerzo y los compromisos
pragmáticos del uso público del lenguaje. Los estados de ánimo dominados por tales sentimientos parecen por lo tanto un
obstáculos insalvables para la prácticas de la ética del discurso y de la
teoría de la democracia deliberativa.
La ira y la apatía no vienen a cuento aquí como
problemas psicológicos sino como fenómenos sociales, cuyas expresiones en el
espacio público tienen un significado político. Y este significado político se
puede interpretar también como demanda de más democracia o más legítima. La
democracia deliberativa reconstruye precisamente los presupuestos de la legitimidad
democrática, olvidados en las prácticas de las democracias existentes.
[1] C. Marx/F. Engels, la Ideología
Alemana, Coedición Pueblos Unidos, Montevideo y Ed. Grijalbo, Barcelona,
1970, p. 38.
[2] J. Habermas, Faktizität und Geltung. Suhrkamp, Frankfurt 1992/1994; Facticidad y validez, Ed. Trotta, Madrid, 1998. Se cita con los números
de páginasde la edic. original y de la traducción, en ese orden.
[3] Cfr, N. Bobbio, “Gramsci y la concepción de la sociedad civil”, en Estudios
de Historia de la Filosofía. De Hobbes a Gramsci, Madrid, Debate, 1985, p.
337 y ss.
[4] Cfr. especialmente: J. Habermas, Faktizitát und Geltung,
Frankfurt, 1992 y 1994; Facticidad y validez, Madrid, 1998, Cap. VIII
“Sobre el papel de la sociedad civil y la opinión pública”.
[5] Honneth, A El derecho de la
libertad. Esbozo de una eticidad
democrática, Bs As. Katz
Editores, 2014.
[8] Jean L. Cohen y Andrew Arato, Civil Society and Political Theory,
Cambridge, Massachusetts Institute of Technology, 1992; trad. castellana: Sociedad civil y
Teoría política, México, Fondo de Cultura Económica, 2000. En la
“Introducción” a nuestro libro: Los sujetos
de la política en la Filosofía moderna y contemporánea (J. De Zan y F.
Bahr, Edit de la Unsam, Bs. As. 2008, p
11-54) he tratado más ampliamente el tema de los nuevos sujetos de la
política en la sociedad actual, y me he referido a una más amplia bibliografía
internacional, especialmente Latinoamericana.
[9] Cfr. J. De Zan, La gramática
profunda del ethos. Estudios sobre la ética de Kant, Ed. Las Cuarenta. Bs.
As. 2013: “El juicio reflexivo sobre la Revolución”, p. 159-164.
[10] Cfr. J. De Zan, La vieja y la
nueva política, UNSAM Edita, Bs.
As., 2013, p.75-86.
[11] Der Begriff
des Staates setzt der Begriff des Politischen voraus, Carl Schmitt, Der Begriff des
Politischen (1932), Berlin, Dunkel & Humboldt, 1979,
Cap., 1 p. 20.
[12] De este aspecto metodológico me he ocupado extensamente en el
colectivo sobre Internacionalización del derecho
constitucional, Constitucionalización del derecho internacional, Eudeba Buenos Aires, 2012, ISBN
9878-950-23-2093-9, p.655-670. Cfr. también: J. De Zan Op.cit. 2013, 245-262.
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